La música, y las artes en general, son una terapia espiritual para un mundo que debilita nuestras sensaciones, que no nos ofrece más que una experiencia rutinaria. En un orden social gobernado por la utilidad, donde todo tiene que servir de algo y en el que nuestros sentidos se han vuelto insensibles y anestesiados, el arte, entendiéndolo como juego, es un reducto revolucionario que permite desviarse de un sistema obsesionado por lo económicamente rentable. Existiendo, la música cumple una función utópica, pues muestra una forma de vida en la que el trabajo coercitivo y obligatorio no es el centro regulador.

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